Aróstegui y una Historia para el siglo XXI

Resultado de imagen de technologyHace ya tres años tuvimos el placer de asistir a una conferencia impartida por el contemporaneísta español Julio Aróstegui en la que éste, dirigiéndose a los jóvenes historiadores que comenzaban -comenzábamos- su andadura, se proponía analizar y valorar el rumbo actual tanto de la historiografía como de los planes de estudios en Historia.

Fallecido hace poco más de un año, Aróstegui había comenzado su carrera docente como profesor de enseñanza media en Salamanca, si bien luego consiguió trabajar en diferentes universidades españolas, como la Universidad del País Vasco o la Universidad Carlos III de Madrid, llegando a ser finalmente catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Sus campos de estudio se centraron especialmente en España, abordando temas como el carlismo, la Guerra Civil, el franquismo o la Transición , pero fue especialmente célebre por su defensa de la Memoria Histórica.

Aquel día de febrero Aróstegui nos relataba que a su parecer la Historia se estaba haciendo cada vez más compleja debido, entre otros motivos, a la multifuncionalidad del profesor-investigador y a la necesidad de éste de saber acerca de una gran variedad de campos y disciplinas. Ante la debilidad de la historiografía -que ahora comentaremos- y la insuficiente formación del historiador, Aróstegui defendía que aquél debería tener nociones de otras ciencias como sociología, antropología o economía para desarrollar correctamente sus investigaciones. Mientras que, al mismo tiempo, en una relación recíproca, los conocimientos históricos también deberían incluirse en los planes de otras carreras en las que la formación histórica es manifiestamente importante, como economía, derecho, sociología o ciencias políticas. Por otra parte, en el discurso del catedrático las alusiones a la crisis historiográfica actual fueron una constante. De todos es sabido que los paradigmas interpretativos y metodológicos predominantes estallaron en los años setenta, en paralelo al advenimiento del posmodernismo, que tampoco consiguió resolver los problemas de un mundo que había cambiado profundamente. Ante la ausencia de un método, una imagen del pasado y una teoría consensuados, ya no existe, como recordaba Aróstegui, un centro dominante en la historiografía, ni un núcleo generador de nuevas tendencias.

Esta cuestión sobre la imagen del pasado dio pie al autor a hacer ciertas advertencias sobre los denominados "usos públicos" de la historia puesto que, al servir aquélla como materia prima para la construcción de las identidades por parte de las distintas sociedades, los historiadores deben asumir los riesgos de su oficio, así como la responsabilidad social que ello conlleva. A pesar de esto, no son sólo los historiadores los únicos que participan en la construcción de representaciones del pasado. Intelectuales en sentido amplio, medios de comunicación y operadores culturales -como las agencias de publicidad- también elaboran imágenes del pasado que tienen impacto en el presente y que, por supuesto, lo tendrán en el futuro.

Para explicar la ya mencionada complejización de la Historia, Aróstegui se refirió también, como era de esperar, a la ampliamente tratada cuestión sobre la condición científica de la Historia. El conocimiento científico, basado en la observación, un proceder sistemático y la comprobación, tiene algunas críticas en cuanto a su aplicación a las Ciencias Sociales. En este sentido, como recordaba Aróstegui, las ciencias del hombre, entre las que se encuentra la Historia, no estarían capacitadas para dar explicaciones en forma de teorías, sino que deben dirigirse a “comprender” el significado de las acciones humanas.

En resumen, podemos concluir que la Historia no debe identificarse con el estudio del pasado, sino más bien con una manera de analizar y entender nuestro presente a partir de la contemplación de las sociedades a lo largo del tiempo. Además de todo ello, la Historia tenía, a ojos de Aróstegui, el compromiso de cambiar la sociedad y, por tanto, la obligación de respetar la racionalidad, la verdad y sus límites.

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