Las moiras y la valoración de la cultura



En la mitología griega, las moiras eran quienes tejían el destino de los seres humanos. Esta referencia al mundo de las humanidades gustará mucho a ciertos colectivos que se declaran entusiastas de las letras, que disfrutan con la cultura y el arte: qué bonito es todo, cómo nos gusta leer, visitar museos, escuchar conciertos o hacer rutas culturales. Entre ellos, claro está, hay progenitores también, muchos de los cuales cambian de opinión en cuanto el tema les toca de cerca. Las letras y el arte están muy bien, pero para los demás: quizá no nos gusten tanto, al fin y al cabo; quizá no están a la altura de lo que queremos para nuestros hijos.



Pese a su mentalidad igualitaria de defensa de las cultura “con la boca chica”, realmente creen que es un hobby, una dedicación de segunda categoría: sus hijos pueden aspirar a más. Sobre todo si se trata de adolescentes con cierta capacidad intelectual o buen rendimiento académico. Lo mismo ocurre también con otros aspectos: “no tengo ningún problema con X colectivo”, pero luego, en su propia casa, afrontarían con gran disgusto que su “prole” perteneciera al mismo. Todo esto destila cierta hipocresía -de una sociedad a menudo bienqueda y biempensante- que se reduce muchas veces en lo siguiente: de cara a la galería, me encanta lo que hacen los demás (lo consumo y me beneficio de ello), siempre y cuando no salpique a los míos.  ¿Por qué? Porque, en realidad, lo considero inferior o, directamente, malo.

De manera pragmática, rozando el utilitarismo, estas moiras conducen a los suyos y eligen su destino (¿frustración por lo no vivido?, ¿eterna protección?). Eligen para sus hijos, o marcan el camino para que sean ellos mismos quienes las elijan, dedicaciones y, en definitiva, vidas, que les permitan adaptarse al mercado. ¿Para eso hemos quedado? Vivimos para “adaptarnos al mercado”, en lugar de para adaptarlo a él a las necesidades humanas.

Cabe preguntarse dónde acaba la preocupación y necesaria guía y dónde empieza la sobreprotección. El deseo (amargo, añadiría yo) de hacer a nuestros hijos un apéndice triunfal de nuestros deseos. Una vez concluida la labor de crianza, de heteronomía, cuando el individuo depende de otros, llega el momento de la autonomía. Los jóvenes deben adquirir responsabilidades por sí mismos. Aquellos tan apegados a la ciencia deberían saber que uno de los pilares del método científico es la experimentación, quizá la mejor maestra de todas. Las clases teóricas estaban bien, pero para aprender a vivir tienen que pasar a las clases prácticas, a pensar críticamente, a afrontar sus problemas individualmente, a perderse y encontrarse, a cometer sus propios errores y rectificarlos, a elegir. Y en ese proceso los padres deben seguir siendo lo que son, padres, y evitar convertirse en moiras.

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